EL ÚLTIMO ENCUENTRO DE FIERRO Y EL MORENO
Mucho se dijo del contrapunto de Fierro con el Moreno. La provocación, el desenfado, la sutileza e incluso la lucidez y profundidad, cuasi metafísica, de dos hombres heridos por el destino que navegaron con sus coplas por los secretos mejor guardados del universo sobre el sentido del cielo, la tierra, el mar y la noche, así como también acerca del significado de la cantidad, la medida, el peso y el tiempo. En definitiva, es probable que hablaban de como medir lo finito para entender lo infinito, quizás porque sabían que uno de ellos, necesariamente, no iba a ver salir el sol del nuevo día. En su ignorancia, o en su sabiduría del destierro, más allá o más acá de la frontera del blanco con el indio, sin pertenecer a ninguno de sus especulares lados, se preguntaban por el sentido de la vida para el que se iría o para el que estaba destinado a quedarse. No era poca cosa para un gaucho errante.
Finalmente, Fierro ganó la payada de contrapunto con la pregunta más elemental en esos versos que decían: “Y sin que tu lengua yerre/ me has de decir lo que empriende/el que del tiempo depende/en los meses que train erre.”
El Moreno reconoce su derrota: “Es güena ley que el más lerdo/debe perder la carrera/Ansí le pasa a cualquiera/cuando en competencia se halla/un cantor de media talla/con otro de talla entera”
Curiosamente, luego de salir airoso frente a los aprietes de Fierro en complejas incógnitas, tales como “¿Cuándo formó Dios el tiempo y por qué lo dividió?”, no puede responder frente a un tema que debiera ser de su conocimiento, por tratarse de su trabajo diario.
Más allá de toda interpretación, sus razones habrá tenido Fierro, luego de vencer en la payada, para rehuir la pelea. Sabía que esa decisión sería a costa de recibir la peor de las condenas a las que podría someterse. De ahora en más se lo recordaría como un cobarde.
Fierro venía de reencontrarse con sus hijos, por fin había alcanzado la paz que se le negó en su larga desventura por el desierto. Selló ese encuentro con los más bellos versos que un padre puede dedicarles a aquellos que no quiere ver seguir sus pasos como gaucho malentretenido y transhumante y que empezaba con los inolvidables versos “Un padre que da consejos, más que padre es un amigo…”.
No podía desvirtuar con los hechos, aquellas tiernas palabras que habían salido de su endurecido corazón.
Es así como frente a la confesión del Moreno que reconoce que su canto no fue sólo por cantar, sino que tenía un deber que cumplir y que estaba ahí, predestinado, para vengar la muerte de su hermano mayor, al que unos años atrás el cuchillo de Fierro había desterrado de este mundo. José Hernández pone en boca de Fierro estos versos, que sintetizan toda una vida de penurias y sinsabores: “Primero fue la frontera/Por persecución de un Juez/Los indios fueron después/Y, para nuevos estrenos/Aura son estos morenos/Pa alivio de mi vejez”.
Así lo entendió Fierro y no aceptó el convite. Así lo aceptó José Hernández, en el entendimiento de que todo estaba ya dicho.
Para sorpresa de muchos, el que no lo aceptó así, fue el más grande escritor argentino de historias con gauchos y cuchilleros. En la pulpería de Recabarren, Borges imaginó otro final para esta historia donde vuelven a encontrarse Fierro y el Moreno para darle un final diferente. Quizás, Borges, escritor y poeta, descreía del pudor de Hernández y sabía que, inevitablemente, la historia no quedaba concluida sino con la muerte de uno de los dos.
¿Cuál fue, entonces, el verdadero final de esta historia? ¿Hubo un encuentro posterior que Hernández, vaya a saber por qué razones, no quiso relatar?
Dicen que en Ayacucho, tierra de Don José Zoilo Miguens, durante una rueda de mate, bajo una noche estrellada de Setiembre, un anciano de ese vecindario relató una historia que por la relación de Miguens con Hernández llegó hasta sus oidos.
Es de destacar que el tal Miguens, uno de los fundadores del Partido de Ayacucho, tenía campos también en Azul, Quilmes y Dolores y era íntimo amigo de Hernández, según relata el Profesor Jorge Eduardo Noro.
Fierro anduvo por esas tierras como consta en sus versos “Yo llevé un moro de número/sobresaliente el matucho/con él gané en Ayacucho/más plata que agua bendita/siempre el gaucho necesita/un pingo pa fiarle un pucho”
El relato que se escuchó en esa matera, sobre el encuentro de Fierro con el Moreno, fue el siguiente:
Lo vio venir y no dijo nada. Ningún comentario; ningún gesto amistoso.
Sabía cuál era la razón que lo traía a su casa. Lo sabía desde hacía años y nunca dudó que alguna vez vendría personalmente. Esta vez no trajo la guitarra, sólo un poncho, doblado prolijamente, que había tejido su madre para la ocasión.
No dijeron palabra alguna. Ninguno de los dos quería comenzar el diálogo.
Fierro lo hizo pasar como si fuera una rutina, un acto cotidiano, de esos que por ser tan familiares no necesitan pensarse; sólo repetirlos.
El Moreno esperó, pacientemente, que Fierro calentara el agua y preparara la cebadura.
Las primeras palabras fueron como una presentación.
– ¿Amargo? – preguntó Fierro.
– Amargo – consintió el moreno.
Sólo ellos sabían que no estaban hablando del mate.
El Moreno miró, sin disimulo, los tesoros que Fierro colgaba de las paredes, para que lo acompañaran en su soledad.
No fue la guitarra, con una cuerda menos, lo que más llamó su atención. Era evidente que estaba en desuso. Quizás, ya dejó de darle satisfacciones, pensó. Eso fue suficiente.
Fierro tomó el primer mate; sabía que el Moreno lo entendería como una cortesía, como ordena la costumbre entre la rueda de vecinos, para hacerse cargo del primero, que nunca es el mejor. Escupió el polvo y el agua fría, antes de acercarle al Moreno un mate como la gente. El hombre asintió con un leve gesto de cabeza. Era su forma de agradecer la gentileza.
-¿A qué le debo su visita? – rompió el hielo Fierro.
No fue intimidatorio, más bien quiso darle la oportunidad al hombre, para que largase lo que estaba guardando. Vaya a saber desde hace cuánto tiempo, ya había perdido la cuenta de los años.
-¿Sabe una cosa, Don? Ya me estoy poniendo viejo, fíjese. En una de ésas me toca irme a dormir al camposanto y tengo una pregunta sin respuesta que no me va a dejar dormir tranquilo.
– ¡Cómo que no! Vaya si lo entiendo… No es bueno irse con cuentas pendientes, que ya no se pueden cobrar… Si le puedo ser útil en algo, dígame. Acá estoy, donde siempre he estado, para bien de algunos y para mal de otros… Todos tenemos alguna cuenta pendiente. Algunos para cobrar, y otros para pagar… ¡Dígame! Si le puedo ser útil…
El Moreno se tomó su tiempo para responder. Y no fue porque no sabía lo que tenía que decir. Tampoco fue porque estuviera dudando o porque no encontraba las palabras. Sólo quería disfrutar de los silencios; de entender las miradas, más que las palabras; de observar los gestos y los modos, que también eran una forma de respuesta.
-No me costó encontrarlo aquella vez, sabe. Vaya a saber porqué, siempre supe dónde estaba, dónde podía buscarlo. Será como que el destino me lo cruzó siempre en mi camino… vaya a saber el motivo. Esa vez supe que había llegado el día. Es como una voz que le dice todavía no, todavía no… hasta que un día se despierta por la mañana, más tranquilo que otras veces, porque sabe que ese día llegó. Y no me equivoqué, usted me estaba esperando.
Fierro aceptó el mate de vuelta, volcó con lentitud el agua desde el jarrito que estaba sobre la hornalla, como si el tiempo fuera infinito.
– Sabe que sí –contestó Fierro – es como usted dice. Será que todos merecemos algo más que unas palabras. Con eso no basta.
– ¿Por qué se fue ese día, por qué se levantó, tranquilo, sin apuro y me dejó solo, sin aceptar el convite? –apuró el Moreno- Esperé muchos años para jugar mi ficha, y, para peor, sabía que me tocaba jugar a perdedor.
– Nunca se sabe…
– Estaba ahí, frente al hombre destinado a detener mi historia, como ya lo había hecho con mi hermano. Sabe don, nunca fui bueno para los entreveros, pero el recuerdo del difunto…era mi sangre, mi propia sangre. Mi viejo no hubiera querido criar gallinas…
– No estaba obligado – trató de justificarlo Fierro.
– Sabe que sí… cómo se puede vivir tranquilo sabiendo que el hombre que se llevó a mi hermano podía cruzarse en mi camino… como si nada. El hombre del que, se decía, que una vez, allá lejos, había jurado ser más malo que una fiera.
– Ese hombre ya no existía…
– ¿Le faltó coraje? –desafió el Moreno, no porque así lo creyera, sino para ir a fondo y arrancarle el secreto.- ¿ O sólo quiso humillarme? Pensó que mi vida no valía lo suficiente como para ensuciar el cuchillo.
Fierro terminó el trago y después de alejar la bombilla de su boca levantó los ojos y lo miró fijamente. Sonrió. Fue la única sonrisa en todo el encuentro. Casi podría decir que le resultó amigable la picardía del Moreno, si no fuera por la circunstancia trágica que los unía en ese diálogo. Ambos sabían que la cobardía no era una opción y, por eso mismo, la intriga del Moreno, que, en su simpleza, no alcanzaba a descifrar la complejidad de los sentimientos. Lo blanco es blanco. Lo negro es negro. Eso es todo.
Más allá de su simpleza primitiva, se escondía la necesidad de saber, de entender que hay otras dimensiones y, esta vez, no venía a hacer reclamos. Sólo quería entender, sólo quería saber si había otras dimensiones que desconocía.
Fierro se tomó su tiempo. Ninguno de los dos hombres tenía apuro. Se levantó con el mate en la mano, se acercó a la ventana y mirando para afuera pareció dibujarse un sentimiento de ternura en ese rostro adusto, tallado por el tiempo y las desventuras.
– Lindo el zaino… Vaya… Supe tener uno igual cuando andaba por el desierto. ¿sabe una cosa? Era de un indio que, me contó, lo había amansado para su crío… y, vea como son las cosas, nunca lo pudo montar.
El Moreno lo miraba atentamente, casi con el pudor de que la conversación comenzara a parecer amistosa, como la de dos almas perdidas en esa pampa salvaje y desolada; donde nada había para ganar; donde los días pasan, simplemente, como un mero suceder, sin que exista razón para pensar que uno está soñando con una mañana distinta.
– Antes de que llegara su edad de montar, mandinga se lo llevó. Pobre indio. Quería matarlo al zaino, pero no se animaba y, al final, lo dejó libre. Así fue como un día se me apareció, mansito, por el rancho. Se vino como buscando dueño y como no soy de quedarme con lo ajeno empecé a preguntar quién había perdido un zaino. De trote a trote, finalmente, me lo terminé cruzando al indio.
Fierro tomó lentamente el último sorbo de mate y continuó:
– Es suyo, me dijo. Si lo buscó… por algo ha de ser.
– Así son las cosas -comentó el Moreno, con picardía, como calentando el pico- por algo han de ser. Está en nosotros darnos cuenta y ponerle el pecho, si es necesario.
– Tiene razón, usted vino por una respuesta. Sabe una cosa, no es fácil decir con palabras… No. No es fácil. Hay que estar ahí, lejos de su casa, de su familia. Con un juez que lo busca por escapar de la milicia, los indios del otro lado y uno siempre en la frontera. Ni de aquí, ni de allá. De los dos lados lo buscan para saldar cuentas.
Fierro se detiene por un instante, mira la guitarra, como si recordara los viejos tiempos de la payada y como si buscara las palabras esquivas que con el agitar de las cuerdas salían más fluidamente. Se detiene, como si un impulso repentino lo obligara a cerrar el tema. Se dirige nuevamente al Moreno.
– Hay veces en los que uno no quiere más. Hasta las águilas en algún momento detienen su vuelo para mirar el paisaje desde lo alto, como si entendieran qué tan irrelevantes son en esa inmensidad.
– Muchos años vagando por el desierto, sin poder mirar para atrás, dónde sólo queda el recuerdo de un hombre muerto, una mujer llorando y una partida que lo busca. A veces, uno, hasta se pregunta porqué las cosas no fueron al revés, porqué no fue uno el que se quedó tendido y el otro, sin encontrar la paz, obligado a vagar como un alma en pena.
El Moreno lo sigue con la mirada, imperturbable, mientras Fierro continúa.
– Hasta de hacer daño se cansa uno.
Fierro hace una larga pausa antes de seguir.
– No me quedaba alternativa. Usted dijo que vino a morir, que no se tenía fé con el acero, pero que era su obligación y debía someterse a su destino. Y ¿Sabe una cosa?
Fierro hace un nuevo silencio y se acerca al Moreno, cara a cara, desde muy cerca.
– Yo no quiero empezar de nuevo con esta tragedia, me resultaría más fácil dejar que su fierro se clave en mis entrañas para calmar mi pena y dejarlo a usted con la satisfacción de haber cumplido su tarea. Ahí empezaría su agonía y usted sería yo mientras yo soy su hermano. Un juego que nunca termina y donde todos pierden. Creame, amigo, ninguno de nosotros merece eso.
Y, dicen también, que en ese perdido rancho de la pampa ocurrió un milagro. Dos hombres se abrazaron, la víctima y su victimario. Nunca más se supo de ellos, lo que en el lenguaje de aquellos tiempos era una buena noticia.