Si bien su verdadero nombre era otro, la gente del lugar se refería a él como Ñandú Blanco. Cuenta la leyenda que debe su nombre a un ñandú albino que algunos paisanos del lugar decían haber visto liderando un nutrido grupo de ñandúes grises. Su belleza los había encandilado, diferenciándose de los restantes ñandúes que lo seguían sin poder alcanzarlo. Aseguraban dichos paisanos que su estampa era tal, como nunca se había visto por esa zona y que la blancura de su pelaje era una condición de su superioridad. Eso lo hacía inalcanzable al resto de sus compañeros.
Sin embargo, no todos los del pueblo estaban de acuerdo con esta historia. Los más cautos, y los más informados, desconfiaban de esta visión y la atribuían a la fantasía o a la embriaguez de unos pocos. Incluso Don Roque, el veterinario del pueblo y sabedor de la ciencia genética, ponía en duda que esa mutación fuera posible y, en todo caso, de que tuviera alguna incidencia sobre sus características fenotípicas (así lo decía) relacionadas con alguna condición de superioridad.
Ñandú Blanco es un pueblo tan pequeño que sólo es conocido por la gente del lugar. En verdad, es un sitio donde nunca pasan cosas extraordinarias, de ésas que llaman la atención. Su vida cotidiana sólo es importante para sus habitantes, como ocurre en otros tantos pueblos similares. Sólo que en éste, hace ya unos lustros, llegó una forastera que causó un gran revuelo. Fue tema de conversación, incluso de ásperas discusiones, más allá de los límites del pueblo, como nunca había ocurrido antes. Era la Negra de Ñandú Blanco.
Con ese nombre la conocían todos. Los de Ñandú Blanco la llamaban simplemente La Negra; los de otros pueblos vecinos la llamaban La Negra de Ñandú Blanco. Unos pocos, cuando se referían a ella la mencionaban así, casi con ternura. Otros, con un disimulado desprecio, tratando de que no se notara.
Todavía los hechos que sucedieron por aquellos días están en el recuerdo de algunos, de los más viejos, de los que estuvieron cerca de ella y de Francisco. Sin embargo, poco es lo que se sabe. Prefieren no hablar del tema.
Los jóvenes escucharon muchas historias, casi todas diferentes, contadas por algunas voces maliciosas que lo mucho o poco que sabían lo fue a través de terceros. De modo que la verdad, como suele ocurrir en estos casos, es una sombra esquiva.
Yo pude conocer los detalles de lo sucedido a través de Gustavo. Vaya uno a saber por qué tuvo esa actitud confesional conmigo, a quién no conocía demasiado. Quizás fue por eso mismo, porque suponía una cierta distancia; quizás porque intuyó mi discreción.
Gustavo fue uno de los principales protagonistas. La Negra de Ñandú Blanco supo ser su madre sustituta hasta que un día desapareció del pueblo y nunca más se tuvieron noticias de ella.
Fue en el aeropuerto de Santa Rosa donde la vio por primera vez. Ella estaba bajando del avión, detrás de su padre. Gustavo había llegado desde el campo para recibirlo. Su silla de ruedas no podía ser un impedimento para viajar desde Ñandú Blanco, un año después de la rodada que acabó con sus aspiraciones como jugador de polo. Casi al mismo tiempo, Francisco había quedado viudo y con su único hijo, huérfano de madre, ahora en silla de ruedas. Como es sabido, las desgracias vienen todas juntas.
Había estado lloviendo intensamente en la provincia. Desde hacía tres días que no dejaba de llover en La Pampa, un hecho poco frecuente. Gustavo, como pudo, con la ayuda de Toto, su cuidador, quiso estar ahí como un mensaje de reconocimiento a su padre. Lo admiraba por su actitud de incansable luchador, tan tenazmente optimista, contagiando a los demás con su buen humor ante las adversidades. Francisco encontraba siempre el lado bueno de cada momento, sacando provecho de las enseñanzas que dejan hasta las experiencias fallidas.
Gustavo se había educado en esa escuela de gratitud a la vida que apostolaba su padre en cada emprendimiento de los muchos que participaba. Por eso mismo, porque nunca lo había visto bajar los brazos, no resistía la impiedad de verlo como estaba ahora. Francisco parecía otra persona desde la muerte de su mujer y la invalidez de su hijo.
Callado, ensimismado, como quién ha visto o escuchado lo que nunca hubiera querido ver o escuchar; como quién se pregunta el porqué de algunos hechos imprevistos, pero no encuentra la respuesta. Francisco parecía no tener consuelo desde aquellos fatídicos sucesos y su fortaleza ya no era la misma.
A los ojos de Gustavo era un escenario inimaginado. Las reuniones sociales en su casa ya no eran lo mismo. Tampoco los encuentros de Francisco con colegas y productores de los campos vecinos, con los que se reunía frecuentemente para ver y discutir la marcha de los trabajos y progresos de cada uno de ellos. Las jornadas técnicas que se transformaban en eventos sociales o, en forma inversa, los eventos sociales que se transformaban en jornadas técnicas. La alegría de esos encuentros con su grupo de pertenencia, vecinos y amigos, en los que todo se compartía: los conocimientos, las experiencias y, fundamentalmente, los afectos. Ya nada era igual.
Era gozoso contemplar, desde los grandes ventanales del Aeropuerto de Santa Rosa, los aviones y pasajeros que llegaban o partían, mirando la pista y los aterrizajes. Un espectáculo poco frecuente para un joven habitante de un pueblo pampeano, que Gustavo disfrutaba mientras la lluvia comenzaba a ceder.
La primera sorpresa fue al pie de la escalerilla del avión, cuando su padre, habiendo bajado primero, tendió su mano para ayudar a bajar a La Negra. Un acto de cortesía, pensó. Cuando los vio caminando juntos, compartiendo sonrisas y maletas entendió que algo más estaba ocurriendo.
Las dudas se disiparon luego del encuentro y los abrazos entre Francisco y su hijo. Ella es María, dijo su padre con espontánea naturalidad y Gustavo se presentó, con naturalidad fingida. Sin explicaciones, sin preguntas que incomodaran, sin que nada pareciera ser un hecho extraño que necesitara explicación. El silencio y la discreción lo decían todo, fruto de una educación victoriana.
Mientras las palabras enmudecían, los hechos hablaban por sí mismos. La familiaridad del trato, la mirada tierna de Francisco hacia María y una cierta complicidad compartida no dejaban lugar a ninguna duda.
Gustavo trató de parecer amigable, para no mostrarse confundido y perturbado frente a la novedad. En el viaje de regreso al campo casi no habló y no fue por fastidio sino porque sus pensamientos vagaban entremezclados entre la sorpresa y la indignación, aunque no podía discernir si éste era un sentimiento comprensible o abominable, porque implicaba una inaceptable intromisión a la vida privada de su padre.
Más allá de su propia situación, la mayor perturbación comenzó a derivar hacia el imprevisible juicio de terceros. ¿Cómo sería su vida de ahora en adelante? ¿Qué dirían sus amigos cuando se enteren de que Francisco había venido con una mujer negra y muy joven desde su viaje al exterior? ¿Dónde viviría María?
Gustavo trató de imaginar la edad de María y las inevitables comparaciones con las de su madre y su padre, estimándolas entre dos a tres décadas. Más tarde lo confirmó, cuando supo que tenía 25 años.
Eso no fue todo.
Cuando Francisco contaba a sus amigos, con una total familiaridad, que la había conocido en un prostíbulo en el que ella trabajaba y que se enamoró ahí mismo de su belleza, de su ternura, de su juventud y de sus delicados modales, hablaba con tal convencimiento que nadie parecía espantarse.
Obviamente, la noticia se difundió rápidamente. Primero entre sus amigos más íntimos, luego los vecinos, más tarde los conocidos y finalmente por otros viajantes que llegaban en tránsito con sus ofertas al hotel de Ñandú Blanco. A su regreso, llevaban la novedad a otros partidos más distantes.
Entonces ocurrió un milagro. No se produjo el espanto, sino la curiosidad y no en pocos casos la solidaridad. Todos querían conocer a la Negra de Ñandú Blanco. Detrás de algunas bromas asomaba más la admiración que la condena.
Francisco llegó, casi, a ser un ídolo. La Negra de Ñandú Blanco, casi, una diosa.
Las reuniones con vecinos y amigos últimamente se habían opacado. Cada vez más espaciadas, cada vez con menos asistentes, cada vez menos atractivas. El decaimiento de Francisco se había trasladado al resto. Él había sabido ser su motor e inspirador. Respetado por sus conocimientos, por su generosidad en compartir las experiencias y por su claridad al exponerlas, se había ganado el respeto y la admiración de todos. Había logrado que cada reunión fuera una fiesta y, a la vez, no sólo una escuela de práctica agrícola, sino también una escuela de vida.
El cambio notable de Francisco, en esta nueva etapa, pronto se tradujo en una nueva reunión que, obviamente, se realizó en su campo.
Nadie quiso perderse la oportunidad de conocer a María, la Negra de Ñandú Blanco. Nadie quiso perderse, tampoco, la oportunidad de conocer los detalles sobre la nueva vida de Francisco en el renacer, después de su tremendo período depresivo.
Nadie resultó defraudado.
Los hombres, subyugados por la belleza de María, su calidez, su buen trato y una sonrisa que se compraba el mundo. Las mujeres, rápidamente se solidarizaron con esa hermosa mujer negra que las divertía con sus anécdotas, en las que no se privó de contar nada acerca de su vida y que las agasajaba con una mesa bien servida. María las deleitaba con especialidades de cocina de la planicie costera de Colombia, de donde era originaria y les revelaba los secretos de la misma, ante las preguntas insistentes de sus nuevas vecinas.
El mayor impacto de aquellos días, no fueron sólo los encuentros personales que se sucedieron entre los vecinos con Francisco y María, sino las conversaciones que se derivaron a raíz de los mismos. En los comentarios y discusiones ocuparon un rol dominante los referidos a la condición de la mujer, sus capacidades y las circunstancias en las que les toca vivir, que puede permitirles desarrollarlas u opacarlas; la situación primaria de María, que no fue una situación buscada ni deseada, sino determinada por su condición de pobreza y sometimiento; la nobleza de un hombre como Francisco, que la rescató de una situación humillante que no merecía; la valentía de llevarla con él, sin disimular su origen ni enredarse en la hipocresía de ocultar lo que no era en sí mismo vergonzante.
Se dice que muchas veces un hecho imprevisto puede poner en juego la escala de valores de ciertas personas. Seguramente éste lo habrá sido para algunas de ellas, que participaron de cierto modo en los sucesos narrados.
La falta de oportunidades, la condena prejuiciosa, la injusticia del azaroso destino que premia o castiga a unos y a otros, los talentos escondidos, la valentía de los más generosos y la cobardía de los más egoístas quedaron sobre la mesa, para que cada uno decida de qué lado de la misma se ubicaba.
Desde un primer momento Francisco dejó en claro frente a María que su campo y todo lo que él tenía era el resultado de una pareja anterior y pertenecía a su hijo. Por lo tanto era previsible que algún día él la dejaría sola y, para ese momento, ella necesitaría tener su propia forma de subsistencia. Acordaron que lo mejor sería que tuviera su propio emprendimiento. Francisco le proveyó el capital y todos los elementos necesarios para llevarlo adelante. Le enseñó los secretos de la apicultura, desde la colmena hasta el producto final y su comercialización con marca propia.
Durante los años que siguieron María tomó los cursos, leyó los libros, hizo las prácticas y montó su propio laboratorio de extracción con la ayuda de Francisco.
Cartagena fue el nombre de la marca elegida para la comercialización de la miel, que María propuso en recuerdo a su ciudad de origen y Francisco accedió, respetando su nostalgia.
Fue en una primavera, más exactamente en el mes de setiembre, cuando nació el primer y único hijo de la pareja. No fue fácil para Gustavo acostumbrarse a la idea de tener un hermano, mucho menor que él. Fue un acontecimiento que todos celebraron, como culminación de una pareja que había cambiado muchas costumbres en su entorno.
Cuentan que, cierta vez, un ingeniero agrónomo jovencito, que estaba haciendo una película sobre distintas actividades en la zona para una ONG internacional, no quiso dejar de incluir imágenes de La Negra de Ñandú Blanco en su película. ¡Tan lejos había llegado su fama! Con esa soberbia de algunos profesionales que subestiman las tradiciones, en la sobremesa posterior a la filmación, se atrevió a mostrarse sorprendido por la forma en la que un sector tan reconocidamente conservador como el campo, hubiera aceptado y compartido semejante transgresión. Quizás pensó que estaba ofreciendo un halago a sus anfitriones con tal comentario. Nada más lejos de la realidad. No había entendido que las cosas podían ser diferentes y se sintió humillado cuando se dio cuenta de que el que se había quedado en el tiempo era él.
Finalmente, lo que no tenía que ocurrir ocurrió.
Imprevistamente, una mañana de invierno, Francisco, que había salido con una densa neblina hacia Quemú Quemú para revisar una hacienda, mordió la banquina y dio tres vueltas con su camioneta. María había querido acompañarlo para cebarle mate y para que no viajase solo. Francisco no la dejó. Como una intuición rechazó su ofrecimiento. Dijo que no, justificándose en que el camino no estaba bueno y el clima tampoco.
Las cosas no fueron iguales desde entonces.
María comenzó a sentir el frío en la cara. Como en esas partidas de naipe donde alguien sugiere que es necesario mezclar y dar de nuevo, las cartas cambiaron de dueño. A María no le tocaron las mejores.
Gustavo me contó que fue entonces, luego del fatal accidente de Francisco, cuando comenzaron las habladurías en el pueblo sobre un tema que con el paso de los años parecía cerrado. María era el centro de la escena y las discusiones. Algunos se mostraron solidarios con ella y compartían su pesar. Otros se sintieron con derecho a encontrar culpas, donde antes había elogios; vicios, donde antes había virtudes.
Gustavo, me confesó, no intervino en esos diálogos y sólo guardó silencio. Nadie le hizo preguntas al respecto.
A tal punto llegaron las discusiones que se hizo evidente que ya no estaban discutiendo acerca de María, sino de mapas mentales. Se trataba ya de discutir acerca de la condición de la mujer, de las injusticias sociales, de las ventajas de la sociedad capitalista tradicional, de los valores religiosos y de la moral en estos tiempos de cambio.
María, rápidamente entendió que estaba en el centro de la escena, en un lugar donde ya no se sentía cómoda. Aunque no había tenido la suerte de haber recibido una formación académica era una mujer inteligente y sensata. Se dio cuenta de que ella era el emergente de enconadas disputas, solapadamente mantenidas bajo la mesa y que ahora salían a la luz.
Por mi parte, como siempre he sido muy desconfiado, también pienso que detrás de todo se venían escondiendo, tal vez, rencillas internas, que más tenían que ver con otras situaciones diferentes a las de Gustavo y María y que nadie se había atrevido a poner en primera persona. Ahora tenían la oportunidad de hacerlo, refiriéndose a un tercero, desligándose de toda alusión personal que los involucrara.
Fue así como, habiendo llegado de la mano de Francisco, también se fue de Ñandú Blanco cuando él se fue, llevando sus recuerdos a su querida Cartagena, a la que ella pertenecía.
Con su discreta partida se acallaron las disputas, todos prefirieron ignorar las diferencias para seguir viviendo y conviviendo en el plácido pueblo de Ñandú Blanco, donde las divergencias es mejor guardarlas bajo la mesa, hasta que un evento imprevisto vuelve a sacarlas brutalmente a la luz, así sucesivamente, hasta el próximo ocultamiento.
Nunca más se habló de María y sólo quedó el recuerdo de una mujer conocida como La Negra de Ñandú Blanco, de la que nadie recuerda demasiado.
Gustavo me contó, casi como una confesión, que él va todos los años a visitarla a ella y a su hermanito menor y cuando vuelve se trae unos frascos de miel marca Cartagena. Todavía conserva la ilusión de que algún día todos en el pueblo puedan poner sus divergencias sobre la mesa y cerrar la grieta que se abrió entre ellos, para compartir los sentimientos sin pudor. Será el día en el que María venga a visitarlos a Ñandú Blanco.