Cuando llegó al Aeropuerto de Melbourne tuvo una sensación extraña: tan distante, tan lejano y a pesar de ello era como estar, por fin y de una vez por todas, en casa.
Sintió la necesidad de hacer una pausa para ordenar sus pensamientos, que lo tenían como en un estado de levitación constante, acomodar las ideas y, fundamentalmente, hacer el necesario y definitivo duelo de lo que dejaba a sus espaldas. Sabía que era requisito inexcusable para continuar adelante con su proyecto; no boicotearlo, enredándose en la compleja maraña de un tiempo que fue feliz, hasta que dejó de serlo.
Una gigantografía en el largo pasillo que lo llevaba a la sala del retiro de equipajes, con la imagen de un típico tambo, le dio a Tito la bienvenida a Australia; le recordó, también, qué estaba haciendo ahí y de dónde venía.
Fue en las cercanías de Cacharí, a sólo 12 kilómetros de la Ruta 3 y a 28 kilómetros de la ciudad donde comenzó todo.
A pocos meses del nuevo siglo, exactamente el 14 de octubre de 1999 su vida cambió. La de toda la familia cambió. Sus rutinas cambiaron por un hecho trascendente que los llevaba a ingresar en el siglo XX, casi en el límite de que se transformara en el siglo XXI: había llegado la luz al campo.
Casi una obviedad para algunos, un lujo para ellos, acostumbrados a encender el grupo electrógeno cuando caía el sol y apagarlo a las nueve y media para irse a dormir. El tambo marcaba el ritmo del nuevo día que comenzaba temprano, todavía de noche, antes de que asome el sol por el este. Así todos los días, no importa el frío o la lluvia, no importan los feriados o los festejos familiares. Sólo importaba vaciar las ubres de las vacas y darle su ración antes de que vuelvan al potrero.
Tito era el menor de tres hermanos. Laura, la del medio, se había ido a vivir al pueblo con la madre, ya cansadas de tanto sacrificio y de una rutina ancestral heredada por generaciones. El pueblo, en cambio, era una fiesta y la vida social era mejor que atender la guachera y andar todo el día entre las vacas. Raúl, el mayor, siempre fue no sólo el más inteligente, sino también el más audaz. El campo no era lo suyo y así lo entendió el padre, que durante un tiempo de “vacas gordas” pudo alentarlo para que siguiera estudiando. Después de todo, siempre se necesita un contador o un abogado para resolver los temas difíciles.
No había elección para Tito, era el único de los hijos que quedaba para ayudar a Don Reynoso y sería el afortunado que se quedaría con todo: con la casa en el campo, con las 164 hectáreas del tambo y con las vacas. Don Reynoso ya tenía todo organizado para cuando él no estuviera. Tito seguiría con la tradición familiar, favorecido por la suerte que su padre no tuvo, la de tener un hermano profesional viviendo en el pueblo para solucionarle todos esos temas que se iban poniendo cada vez más complejos. Trámites, impuestos, permisos, declaraciones juradas, inspecciones, controles, asuntos bancarios que distraen a uno de las cosas realmente importantes como ocuparse del equipo de ordeñe, hacer el control lechero y preparar la reunión mensual con los vecinos, con los que había formado un Grupo de Cambio Rural, alentado por los técnicos del Inta, para encontrarse y buscar soluciones a los problemas cotidianos. O en todo caso, mínimamente, hacer la catarsis de los temas que lo agobiaban.
Así pasaban los días, uno tras otro, inexorables, iguales pero diferentes. Con las estaciones del año sucediéndose bajo el ritmo ancestral de los ciclos de “vacas gordas”, pero también de sequías, plagas e inundaciones. Del esplendor exuberante de los verdeos otoñales en los que la luz roja se enciende con las vacas caídas por una hipocalcemia; las noches largas y los amaneceres helados del invierno en los que el pasto parece haberse ido para siempre; el feliz renacer de la primavera, en los que el viento y el sol se hacen sentir con fuerza hasta que, en su madurez, llega el momento de que las máquinas comiencen a cortar la vieja festuca en el verano para hacer los rollos.
¿Qué fue lo que cambió, entonces, aquel 14 de octubre de 1999 con la bajada de la luz? Primero fue la tele, o mejor dicho la posibilidad de sentarse a verla a cualquier hora del día, sin la dependencia de los horarios y otras restricciones del uso del grupo electrógeno. Después fue la compu, equipos y otros accesorios de la vida doméstica que llegaron para hacer la vida más amigable. El mundo se había ensanchado; las visitas de vecinos y amigos se hicieron más frecuentes. Las noticias del país y del mundo llegaban, casi, en tiempo real.
Raúl, el Mono, María, Federico, el Enano, el Rodri eran sólo algunos de los nuevos amigos del mundo digital. Primero fueron los vecinos del campo y antiguos compañeros de la escuela rural, que también acababan de bajar la luz; después llegaron los conocidos del pueblo; más tarde, los amigos virtuales que trajo la magia de las redes sociales.
Y así, una nueva rutina empezó. No ya de vacas, sino de chats. De ese modo fue como Don Reynoso se fue quedando solo, más solo que nunca y su conclusión fue una sorpresa. No, la verdad que no fue ninguna sorpresa el alquiler del campo, nada que no hubiera estado ocurriendo a su alrededor. Ocurriendo cada vez más cerca, sin que se hubiera dado cuenta antes. Quizás, porque esos hechos no deseados pero definitivamente inevitables es preferible no verlos o pensar que es algo que le ocurre a los demás. Nunca a nosotros, que nos creemos blindados.
Fue un secreto bien guardado que detrás de esos rostros afligidos, simulando pena, se escondía una sensación de alivio. Tito se sintió aliviado de poder tener su tiempo disponible para nuevos proyectos; Don Reynoso se sintió aliviado de no tener que llevar sobre sus hombros una carga cada vez más pesada y con menos posibilidad de ayuda alguna; su hija y su ex mujer sintieron el alivio de no sentirse culpables por haberlo abandonado en el campo.
El Rodri fue el que más preguntaba a Federico las razones por las que había decidido irse a Australia y cómo había que hacer para seguir sus pasos. Tito no precisó hacer preguntas. Todas las respuestas estaban en Google. La misma latitud, la misma situación geográfica en el extremo sur del planeta, la misma diversidad climática, las mismas praderas pobladas con vacas y ovejas alternando con cultivos de zonas templadas. Un escenario ya conocido por Tito y donde podía sentirse como en casa.
Quizás algo mejor que en casa. Lo deslumbraron las fotos del mar y sus playas donde chicos y chicas de su edad parecían estar pasándolo muy bien entre montañas que se sumergen en el Océano para reaparecer en una miríada de islas coronadas de arena, olas, barcitos y tablas de surf.
El primer viaje fue directo a Sydney, con un contrato de trabajo por 6 meses. Habían pasado casi 12 años desde aquel día de octubre en el que su vida cambió con la llegada de la luz al campo. Los trámites habían sido extensos y complejos, sin embargo nada que la tenacidad y el entusiasmo no pudieran lograr.
La primera impresión lo impactó y esa misma impresión lo acompañó todos los días durante esos 6 meses. Tito no estaba muy interesado en la política, tampoco en la economía, pero tenía una gran sensibilidad para leer lo que el rostro de la gente tiene para contarnos, aún antes de decir la primera palabra. Y esas caras sonrientes le hablaban de armonía, de solidaridad, de compromiso con el bien común, de respeto al derecho de los otros.
El trabajo en el hostel fue una buena experiencia. Probablemente, la mejor elección que le podría haber tocado en suerte para conocer a la gente del lugar y sus visitantes. Byron Bay es una ciudad costera por donde desfilan hombres y mujeres de todas partes del mundo y también de distintas regiones de Australia. Un día escribió a sus amigos de Argentina: tenemos los cinco continentes reunidos en dos plantas. Una familia de somalíes alojada en el piso superior. Estaban de paso hacia Cairns donde debían llegar para cumplir con un contrato de trabajo. En el mismo piso estaba una parejita joven. Él alemán, ella francesa, que lo acompañaba a la playa con el amanecer para barrenar con su tabla las primeras olas del día. Dos señores mayores y uno que tendría unos 50 años, en la planta baja, oriundos de Kyoto, representantes de una firma japonesa de cosméticos que tenían una reunión de negocios en Brisbane. Los dueños del hostel, con ascendencia maorí, oriundos de Nueva Zelanda y Tito, de Sudamérica, completaban el resto de los continentes. Sin embargo no es eso lo que más llamaba la atención de Tito, sino la armónica convivencia entre todos ellos.
Esto pudo comprobarlo con un amigo paquistaní que manejaba un taxi y del que se hizo rápidamente amigo. No tenemos ningún problema, decía el paquistaní, acá no somos discriminados. Todo el mundo trabaja y vive sin rencores de origen ni nacionalidad. La gente es buena. Los inmigrantes somos bien recibidos. Hasta hace unos años sólo se aceptaba la inmigración de países afines, pero eso ha cambiado. Hubo una gran apertura y toda la gente trabaja sin problemas. Se gana bien.
Cuando faltaba menos de un mes para el regreso Tito conoció a Gerard, un francés, huésped del hotel, que le habló de sus vacas Holstein y del trabajo en el tambo. No fue menor la sorpresa de Gerard cuando Tito demostró sus conocimientos en el tema, diestramente adquiridos en la otra llanura austral: la de las pampas sudamericanas. No tardó Gerard en invitarlo en su fin de semana libre a demostrar sus habilidades, invitación que Tito aceptó rápidamente, entre la excitación y la nostalgia.
Rieron juntos cuando Gerard arriaba las lecheras al tambo, al grito de “allez la vache” y Tito repitiendo “siga la vaca”. La misma costumbre, las mismas palabras en distintos idiomas y fue como un acto de complicidad que disfrutaron en forma espontánea. A partir de ahí fueron todas coincidencias. Gerard encontró su ayudante, experimentado y entusiasta. Tito encontró la excusa perfecta para volver, con un nuevo contrato de trabajo.
El campo quedaba en Timboon, una pequeña localidad a no más de 20 kilómetros de Port Campbell, ciudad costera cercana a “Los 12 Apóstoles”, una de las más famosas y concurridas atracciones paisajísticas del sur de Australia. El camino hasta la costa era una ruta asfaltada de suaves lomadas entre campos de pastoreo y casas de campo.
Cuando los recuerdos quedaron atrás y Tito retiró su equipaje del aeropuerto de Melbourne, sabía que luego de pasar los controles de inmigración estaría Gerard esperándolo para iniciar esta nueva etapa de su vida. En su fantasía, quizás, Gerard había encontrado al hijo que no tenía, o que había dejado para siempre en su lejana Normandía vaya a saber uno por qué razones. Tito nunca quiso preguntar por una historia que imaginó triste. Tampoco quiso contar que él también había dejado, en su lejano Cacharí, la historia de un padre que alguna vez tuvo la fantasía de perdurar en el tiempo, más allá de su propia existencia, a través del hijo que llevaba su nombre. Curiosa coincidencia.
Fue en ese momento, advertido de esa curiosa coincidencia que lo ligaba a su nuevo patrón, cuando supo que volvería y se cumpliría el deseo de su padre. Sería el día en el que la razón le gane a la ignorancia, la pasión le gane a las dificultades y los sueños se apoderen de la realidad…
El pueblo australiano está orgulloso de sus granjeros, chacareros y ganaderos, así como de sus tradiciones. Los considera esforzada gente de trabajo, de trabajo duro.
El gobierno australiano apoya el trabajo de la gente de campo para que viva y trabaje en el campo, en lugar de hacerlo cuando tiene que abandonarlo para vivir en la periferia de las grandes ciudades.
La sociedad australiana considera el trabajo de la gente de campo como una actividad sacrificada y proveedora de recursos básicos elementales para satisfacer las necesidades de la población y no reniega ni desconfía de ellos.
La economía australiana pone en valor su producción primaria, aprovecha y estimula sus ventajas comparativas y competitivas; la considera una bendición sobre la que se sustenta una diversidad de actividades generadas por su propia sinergia, en lugar de considerarla una desgracia con bajo valor agregado.
La gente de campo está orgullosa de su país y de sus gobernantes. Tiene motivos para ello. Un reconocimiento que es mutuo.