Habíamos llegado un lunes. La jornada de trabajo era el miércoles.
Confieso la ansiedad que sentía por conocer personalmente y tener la posibilidad de entrevistar al Ingeniero Agrónomo que había salvado la vida de millones de personas sometidas a persistentes hambrunas. Sus trabajos fueron la base de lo que se llamó en los 70s la Revolución Verde, por lo que le fue concedido el Premio Nobel de la Paz en aquellos años.
El cansancio por el largo viaje en avión y la importancia de la tarea que teníamos por delante ameritaba, mínimamente, un día entero de descanso, preparativos y concentración. Habíamos viajado con Carlos Giordani, por aquel entonces miembro de la Comisión Directiva de AACREA y Alejandro Lotti, su Coordinador General.
Acostumbrado a trabajar con un equipo de filmación profesional compuesto por cameraman, director de fotografía, jefe de producción y asistentes, esta vez, por razones presupuestarias, no tenía esa posibilidad. La ayuda incondicional de Carlos y Alejandro era mi único soporte técnico, a los que debo reconocerles la buena predisposición para atender los mínimos detalles. El compromiso que nos inspiraba el ejemplo mítico de Borlaug y su reconocida humildad nos encontró unidos en un objetivo común y una responsabilidad para con aquellos que nos confiaron el trabajo.
Emilio Satorre, desde Buenos Aires, completaba el equipo. Sería el interlocutor ante Borlaug, en la presentación del video durante el Congreso de AACREA. No fue fácil encontrar un profesional, técnico y científico, que estuviera a la altura de las circunstancias. La capacidad, los conocimientos y la calidad humana de Emilio no pudo ser una mejor elección.
Ciudad Obregón nos resultó muy amigable, con una atractiva escala humana, por la baja altura de los edificios que deja entrar la luz del sol, las anchas calles y veredas que facilitan la circulación de vehículos y peatones, enmarcadas en una frondosa vegetación que nos hace olvidar que estamos en el enigmático Desierto de Sonora, oeste de México y próximo al Océano Pacífico.
La primera sorpresa fue el momento de su arribo: el martes ya casi de noche, con la impresionante puntualidad de la exacta hora en la que un grupo de técnicos canadienses estaban citados para una entrevista y cuando ya estábamos temiendo la frustración de una demora o faltazo.
Ahí estaba frente a nosotros, con sus vigorosos y desbordantes 84 años. Toda una leyenda: Norman Borlaug.
La entrevista con los canadienses fue breve. A continuación llegó el turno de la embajadora de la India en Méjico, precediendo una delegación de más de 20 personas, vestidas con ropas típicas de su país, que lo saludaron arrodillándose como un acto de agradecimiento y veneración. ¡Una imagen verdaderamente deslumbrante!
Tenía más gente citada y cumplió regularmente con todos sus compromisos hasta bien entrada la noche. A cada uno de ellos, lo supimos después, les respondió cortésmente que el miércoles no podía atenderlos porque tenía todo el día dedicado a un equipo de gente de AACREA que había viajado desde la Argentina para recorrer el CIMMYT (Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo), desde donde se gestó la mayor parte de su trabajo que lo llevó a ganar el Premio Nobel de la Paz en los 70s.
Ese comentario nos llenó de felicidad. Ahí estaba Norman Borlaug frente a nosotros, los tres ingenieros agrónomos a quién el colega (casi me resulta irrespetuoso usar este término) que había llegado al sitial más alto al que podían aspirar sus pares, nos iba a dedicar un día entero de su vida, para dejarnos un mensaje, que deberíamos transmitir en el próximo Congreso Nacional de AACREA. Y así lo hizo.
Intuíamos que iba a ser un gran día. Y así fue.
La noche anterior nos había dedicado apenas un párrafo. En nuestra inocencia habíamos estado esperando su llegada desde hacía casi 2 días, para organizar el trabajo y hablar de variados temas como un preludio de la jornada principal. Era nuestra rutina en estos casos.
Todo su diálogo en la noche previa fue decirnos que nuestra actividad era para el día siguiente y que esa noche la tenía destinada a otros compromisos. A las 6:00 AM en el bar del hotel sería la cita. Todo duró menos de un minuto.
Nos fuimos a dormir para estar frescos a la mañana siguiente, mientras Borlaug, con sus 84 años, recién llegado de su viaje desde Afganistán, tuvo suficientes pilas para continuar recibiendo gente hasta bien tarde en la noche.
Ésa, quizás, fue la lección más fuerte y que todavía me acompaña. El límite lo ponemos nosotros, no los años que llevamos puestos. Lo que para algunos es una debilidad, para otros es una fortaleza, la de la experiencia del camino recorrido. Sus proyectos de mejoramiento genético tenían un horizonte de 10 años. Eso mismo quedó reflejado en la entrevista, que concluyó, inmerso en un trigal de su Desierto de Sonora, con estas palabras:
“el final de mis días me encontrará acá, con las botas puestas, haciendo lo que considero importante, contribuir a la producción de alimento”.
En esta simple y directa frase nos dejó muchas cosas. Entre ellas, la energía que se conserva con el paso de los años, cuando existe un proyecto claro de vida y la responsabilidad social que tenemos en nuestro rol de productores de alimentos. Esta puesta en valor de nuestro trabajo, así entendida, retroalimenta el proyecto de vida que nos compromete hasta límites que desconocemos y que en el caso de Borlaug llegó hasta los 95 años con una plenitud sorprendente.
(Llegado a este punto, me disculpo por la minuciosidad de los detalles. Imposible obviarlo. Cada uno de esos pequeños gestos fue parte de la lección que nos dejó Borlaug).
El día siguiente quisimos ser puntuales y a la hora indicada estábamos ahí, listos para el desayuno. Nuevamente nos sorprendió al invitarnos a bajar para ir a la camioneta que nos estaba esperando. Con no disimulado pudor le explicamos que habíamos entendido que la cita era para el desayuno y no para salir al campo. ¡Un papelón!
En toda la recorrida, que duró hasta bien entrada la tarde, no le escuchamos afirmaciones contundentes sobre los temas de su investigación. La mayoría de sus frases empezaban con un “yo creo”, “podría ser”, “esto puede deberse a”. En su lenguaje cotidiano era evidente el pensamiento científico. También recordé los párrafos que nosotros comenzamos con frases como “yo te puedo garantizar”, “si yo te lo digo”, “sin ninguna duda” y a las aseveraciones contundentes que más se parecen a una sentencia y nos ubica en el lugar de los dueños de una verdad indubitable.
En ese momento pensé que si Borlaug, que estaba adelante en las fronteras del conocimiento sobre determinados temas, se permitía dudar de los mismos, sería mejor que nos cuidáramos de hacer afirmaciones contundentes sobre los temas de nuestro conocimiento como si no hubiera otras verdades que la nuestra. Lo sentí como un necesario compromiso y respeto frente a su humildad.
Cada una de sus frases, en su sencillez, nos remitía a obvias verdades:
“las plantas necesitan alimentarse con los nutrientes del suelo y el suelo también necesita reponer esos alimentos. Los fertilizantes no son venenos, son alimento para los suelos”.
“para una mayor producción de alimentos tenemos dos opciones: o aumentamos la producción por hectárea con mayores rendimientos o aumentamos la superficie de las hectáreas cultivadas y eso puede tener consecuencias ambientales no deseadas”
Su trabajo era la fitotecnia. Su pensamiento tenía una profundidad que excedía los aspectos técnicos y nos planteaba una mirada humanista que trascendía la relación suelo-planta para ubicarnos frente a un compromiso social y ambiental como proyecto de vida, en la convicción de que, de nuestro trabajo, dependerá el hambre o la necesaria alimentación de millones de personas.
No sólo eso, sino también el dilema del justo equilibrio entre una mayor productividad y la sustentabilidad de la misma. Un tema no menor y del que somos actores principales. Estará, en cada uno de nosotros, decidir en que parte de la historia se ubica.
Eran las 5 de la tarde, cuando agotados y sin haber almorzado le sugerimos que ya teníamos suficiente material y que no era necesario más. “Ustedes han viajado desde muy lejos. No pueden irse sin ver el ensayo que tenemos en el siguiente lote.” Fue su respuesta y así continuamos, con su inagotable energía y nuestras escasas fuerzas, casi un par de horas más.
Le jornada concluyó poco antes de la medianoche, luego de haber terminado el trabajo de campo y de habernos dado una hora de tiempo, ya en el hotel, para bañarnos y cambiarnos antes de ir a una cena a la que espontáneamente nos invitó.
Viajando en su camioneta por la avenida principal de Ciudad Obregón, un bellísimo boulevard que se llama Dr Norman Borlaug, en homenaje y reconocimiento a nuestro acompañante, nos sentíamos como viajando por la calle Luis Pasteur de Buenos Aires acompañados por el mismísimo Pasteur.
Antes de la despedida se dirigió al chofer para indicarle “Mañana a las 5, ni un minuto más tarde, por favor”.
Ante nuestra pregunta sobre la necesidad de semejante madrugón, nos respondió que debía viajar a Etiopía donde se encontraba realizando un nuevo proyecto de investigación.
¡Había viajado exclusivamente para recibirnos a nosotros ese día! Lo confirmó contándonos que conocía muy bien nuestro país y el aprecio que sentía por él como un importante actor en la producción mundial de alimentos.
Nada dijimos de que nuestro proyecto para el día siguiente era descansar, luego de tan dura y fructífera tarea, dedicándole quizás un par de días a una visita a la Costa del Pacífico de la que estábamos muy cerca. Confieso que, además de avergonzado, me sentí culpable y decidimos hacer el intento de adelantar el regreso.
Borlaug, antes de despedirse, nos había contado acerca del llamado telefónico de un señor japonés muy rico, que le había manifestado ser un hombre mayor y que su intención era la de donar la mitad de su fortuna para comprar alimentos destinados a paliar el hambre de millones de etíopes. Se trataba de una urgencia ante una calamidad humanitaria, pero no alcanzaba. La otra mitad estaba destinada a hacer un proyecto de investigación como el que le valió a Borlaug su reconocimiento por lo realizado para India, Afganistán, Pakistán y otros países asiáticos, con el objetivo de lograr la autosuficiencia alimentaria a futuro en África y para eso quería contar con él,
Ante la insistencia telefónica del señor japonés, Borlaug se fastidió y le dijo que no estaba en sus planes empezar de nuevo con una región que no conocía.
Al día siguiente, el señor japonés volvió a llamarle y le dijo, “Dr Borlaug, usted es una persona mayor, pero yo soy mayor que usted. Ya hemos perdido un día, no podemos perder otro día más”.
Ante semejante reclamo Borlaug le dio la razón y allí comenzó su trabajo que continuó durante varios años hasta que…
“el final de sus días lo encontró allá, con las botas puestas, haciendo lo que consideraba importante, contribuir a la producción de alimento”.